sábado, 25 de octubre de 2008

La sorpresa de Kotor y Budva, en Montenegro

El segundo día, ya con la furgoneta aunque sin rueda de repuesto, pues había sido imposible arreglarla en día festivo, decidimos dedicarlo a la costa montenegrina a sugerencia de Ana, quien también recomendó un desvío hasta Cetinje, en el interior. Sin problemas recorrimos los 40 kilómetros que separan Dubrovnik de la frontera y después enfilamos la carretera que bordea una amplía bahía. Hacía un día magnífico, con un sol de octubre cálido, que no caluroso y una gran luminosidad. Pasamos la frontera sin mayores problemas, pagando 10 euros en concepto de "ecotasa". Paramos donde nos apeteció, como en un pequeño pueblo costero, Perast, desde el que veíamos dos islitas ocupadas, respectivamente, por un cementerio y una iglesia. En un templo del pueblo vendían publicaciones en español y así nos enteramos que la iglesia de la islita era Nuestra Señora del Peñasco. Siguiendo la carretera, justo bordeando toda la bahía a la que caían en picado las montañas, llegamos por fin a Kotor, una ciudad media, de unos 20.000 habitantes, que llama la atención por una sorprendente muralla que rodea lo que fue la antigua ciudad medieval y luego se dispara por la montaña en cuya base se asienta. Es inimaginable el motivo por el que los muros de piedra ascienden una cumbre de casi un kilómetro de altura, la cierran y vuelven a descender unos cientos de metros después. Este recorrido, cansado y no al alcance de todos (aunque había muchos turistas), es posible hacerlo previo pago de módica entrada (en Montenegro se utiliza exclusivamente el euro). Aquí estamos en plena ascensión.Optamos por subir y casi llegamos hasta arriba, pero no hasta el final porque se impuso el criterio de que emplearíamos demasiado tiempo y había muchas cosas todavía por ver a lo largo del día. Esta es una foto de Juanma en el punto más alto al que subimos.A la vuelta dimos otro paseo por el casco antiguo e intentamos comer en una de sus placitas; digo intentamos porque aunque el local elegido anunciaba todo tipo de platos con fotos en una pared resultó que solo tenía bebidas. Complementamos la dieta con una especie de empanadillas y pizzas de una tienda cercana que no nos produjeron especial emoción, aunque el precio era muy competitivo. Sobre las tres de la tarde dejamos esta ciudad Patrimonio de la Humanidad que en 1979 sufrió un grave terremoto cuyas huellas no intuimos por parte alguna. A la salida se produjo el incidente que nos dio que hablar casi todo el viaje. Estábamos juramentados para tener siempre las luces encendidas en el coche (es obligatorio) pero Jose se despistó unos minutos y nada más salir del aparcamiento en superficie un "amable" guardia de nombre Zoran (según su placa) y con pinta un poco macarril con gafas de Armani, nos mandó parar. Bajaron Jose y Juanma, quienes se enteraron que habíamos infringido un artículo del código de circulación penado con 30 euros, y que la multa que nos imponía teníamos que pagarla en Correos. Juanma le recordó que era domingo y, por tanto, Correos estaríaba cerrado. Respondió con un encogimiento de hombros que venía a querer decir "...y a mí que me contáis?".
Como la cosa no tenía visos de solucionarse y Zoran no soltaba el pasaporte de Jose requerimos la presencia de Ana en su calidad de traductora. Pese a sus oficios la cosa no arrancaba; le ofrecimos darle el dinero y que pagara él la multa, pero no quería. Intuíamos que quería dinero y estábamos dispuestos a pagar la mordida de 30 euros, pero no sabíamos como hacerlo. Al rato las cosas se resolvieron con rapidez y sin desembolso alguno: el agente optó por romper la multa sin decirnos que nos fuéramos, pero Ana forzó la situación: Le pidió el pasaporte y le preguntó si podíamos irnos. Dijo un sí poco convicente y Ana, ceremoniosa, le dió la mano con mucha efusividad. Quedó un poco confundido y creo que cabreado al ver que las presas se le habían escurrido sin resultado alguno. A la vuelta concluimos que Zoran rompió la multa como haciéndonos un favor, momento en el que esperaba que le diéramos algo. Al no entender la señal, tontos que somos, nos zafamos sin que supiera como evitarlo.
Excitados por el incidente intentamos seguir el recorrido que previamente habíamos pintado en el mapa para dirigirnos a Cetinje, una ciudad de tamaño similar de donde era oriundo un amigo que Ana conoció en Londres allá por el pleistoceno. Empezamos a subir una carretera estrechísima, y cuando digo estrechísima es estrechísima, con una pendiente brutal. Jose tuvo que emplear toda su pericia y algo más cada vez que aparecía un coche… y no digamos nada con alguna que otra camioneta más amplia. Eso sí, al llegar a la cumbre de la montaña y antes de enfilar hacia el interior la vista de la bahía de Kotor era de libro, como también lo fue la que habíamos disfrutado desde lo alto de la muralla de la ciudad. Pasaba el tiempo y los kilómetros y seguíamos en el angosto camino que no llevaba a ninguna parte. Fueron casi dos horas con la certeza de que nos habíamos perdido, lo que más tarde certificaríamos. Lo peor eran los barrancos que bordeaban la minúscula carretera, aunque al final llegamos al pueblo, que para más inri no tenía nada que ver. ¡Las cosas que tuvo que escuchar Ana por un desvío injustificado!, salvo que tuviera motivos que a nadie confesó.
Antes de llegar nos asombramos al cruzarnos con coches sin matrícula, fenómeno que se repitió en Cetinje. Parecía que estábamos en otro mundo, lo mismo que pensamos cuando uno de los coches en la corredoira lo vimos conducido por un menor de unos 12 o 14 años!!!!
De Cetinje, donde la temperatura era fresca, partimos para Buvda por una carretera un poco mejor. Tardamos mucho menos y llegamos a la que tradicionalmente fue y es la capital del veraneo montenegrina con cierta rapidez. Éso sí, ya era de noche pues el sol se ponía en un abrir y cerrar de ojos sobre las seis y media de la tarde. Fue otra sorpresa parecida a la de Kotor: una ciudad antigua amurallada, con callejuelas de época, comercios cuidados, gente por las calles, imponentes coches y barcos de recreo. Vamos, que parecía más la Costa Azul que otra cosa. Dimos varias vueltas, entramos en un pequeño templo que parecía ortodoxo totalmente recubierto de pinturas y elegimos un restaurante pequeño y acogedor para cenar con pinta de taberna de cierto nivel en el recinto amurallado. La verdad es que comimos bastante bien, a base de pescado y a un precio algo superior a la media, esperando a que empezara su función un artista que no hacía más que afinar. A la hora de irnos se enteró que éramos españoles y empezó a cantar canciones en un castellano sin acento alguno, pese a lo cual nos confesó (en inglés) que hablaba cinco idiomas pero no el nuestro. Al momento salimos para Dubrovnik, donde llegamos pasadas las once de la noche y ya un poco cansados: habían sido muchos kilómetros pero sobre todo muchas emociones.

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